
Silvia Arjona. / AECOS
“¿Cuánto cuesta un café?”
¿Recuerdan esta pregunta que le hizo un ciudadano a José Luis Rodríguez Zapatero en el programa Tengo una pregunta para usted y con la que el expresidente titubeó al principio para luego responder un precio alejado de la realidad?
Difícil de calcularlo cuando “no se está en la calle”, como le echaban en cara dando por hecho que la clase política estaba muy alejada de la realidad ciudadana. Pero sobre todo cuando no se conoce el verdadero proceso de elaboración de este tan consumido producto: el café. Y sin entrar en valoraciones de mercado, estrategias productivas de los Estados o políticas de competencia comercial, entre otras cuestiones económicas mundiales, prefiero aterrizar en la tierra, valga la redundancia.
En Palestina, una pequeña localidad del Eje Cafetero colombiano, a unos 27 kilómetros de Manizales, la capital cafetera, y dentro del departamento de Caldas, se encuentran montañas que brotan plantas de café a una altitud de más de 2.000 metros sobre el nivel del mar. Un territorio completamente verde y de aire limpio compartido por pequeñas plantaciones de plátano, fríjol, mangos, maracuyá y otros árboles frutales que le dan una riqueza excepcional al lugar. Con apenas 6.700 habitantes en la parte urbana, la localidad de Palestina pretende construir el Aeropuerto Internacional del Café, debido a la gran cantidad de carga de exportación que contiene esta zona, para que se hagan una idea.

La cosecha de café en Colombia (primer país del mundo productor de café, por cierto) se da en el mes de agosto. Cada planta da hasta tres recolecciones y tras ellas han de cortarse casi por completo para que vuelvan a brotar hijos y de ahí nazcan nuevos granos de café. Un cafetal sin pesticidas y con un trabajo artesanal digno de admiración, teniendo en cuenta que el terreno tiene una pendiente no apta para quienes sufren vértigo. ¿Cómo trabajar toda una cosecha en la ladera de una montaña, cargando granos de café y sin perder el equilibrio? -me pregunto mientras, patosa, pierdo la estabilidad al alzar la vista hacia un árbol gigante que desconozco y que da sombra al cafetal-. La gente aquí está hecha de otra pasta, seguro.
Y mientras me voy por las ramas pensando en las dificultades de la recogida en esta finca, Doña Luisa Armero (nombre ficticio), una agricultora de 80 años que no los aparenta, me enseña el tendal donde se encuentran los últimos granos de café de la cosecha anterior que, extendidos bajo el sol, esperan ser recogidos. Cuando estén del todo secos, habrá que quitarles la piel, molerlos, y desgranarlos hasta convertirlo en el polvo que todos conocemos.
Pero para llegar hasta aquí Doña Luisa, que sesea a la manera de como lo hacen los paisas[1], ha tenido que plantar el cafetal, dejar que crezca, cuidarlo, recoger el grano, lavarlo en tres piscinas diferentes, dejarlo secar durante semanas, despellejarlos, molerlo, envasarlo y trasportarlo a los mercados donde lo vende. Todo eso con ayuda de su amplia familia, formada por doce hijos e hijas y sus respectivas parejas, dedicada en exclusividad a este producto, y quien se guarda un pequeño porcentaje, de menor calidad -me dicen-, para su consumo diario.

En esta zona el café se toma con aguapanela, una infusión tradicional colombiana hecha a base de panela, obtenida de la caña de azúcar. Por eso acá el tinto (café solo) sabe dulzón y es más claro que en otras zonas. Y mientras me explican, evidencio la gran diversidad gastronómica y cultural que existe en cada departamento (región) de este impresionante país: la música, los sombreros, el aguardiente, los frijoles y también el café son productos distintos en cada latitud, por nombrar sólo algunos.
Supongo que en Extremadura (por no decir España) pasa lo mismo. Las migas no se hacen igual en todas las zonas de la región, ni la morcilla, ni el tasajo (producto típico de La Vera que casi se desconoce en la provincia de Badajoz)…, y eso es lo lindo de un mismo territorio. Pero el café, al no producirlo, no es tan evidente esa diferencia de sabor, olor, textura…

Y ahora que lo pienso, no sale tan caro tomarse un buen café en la plaza de España de Mérida (Badajoz), bajo la estatua de Pizarro en Trujillo (Cáceres), a la orilla del río Jerte en Plasencia (Cáceres), o en la Plaza Chica de Zafra (Badajoz), por poner sólo algunos ejemplos. No, no sale tan caro si pensamos en el trabajo que debe hacer Doña Luisa y toda su familia para cada cosecha cafetera, si calculamos los kilómetros que ha de recorrer este café hasta llegar a nuestros supermercados, y si nos acordamos de la cadena de alimentación que, queramos o no, hay detrás de cada producto que llega a nuestros platos.
Por eso es bueno pisar la tierra, estar en la calle y conocer de cerca las realidades que te ayudan a entender mejor el mundo -como se le demandaba a José Luis Rodríguez Zapatero en su día-. Porque, por muy lejos que sintamos las montañas colombianas, el café que ahí crece riega diariamente nuestras tazas.
Por ello, si ahora están leyendo estas líneas en compañía de un buen café, o mañana van a quedar con sus amigas para tomar un café, o pasado tendrán que salir al supermercado a comprar café, recuerden el trabajo que este aromático producto tiene, los cuidados que se les da allá donde se produce, las dificultades de la recogida en las empinadas montañas donde crece y, sobre todo, la relación que, aun sin quererlo, habrán establecido con Doña Luisa y con toda su familia.
¿Cuánto les parece ahora que cuesta un café?
[1] La región Paisa de Colombia es un área cultural y geográfica que comprende los departamentos de Antioquia, Caldas, Risaralda y Quindío, el norte del Valle del Cauca y el norte del Tolima.