Silvia Arjona Martín. Bogotá.
Acabo de recibir una fotografía de un cerezo en flor que me resulta familiar. Es precioso, brillante, gigante. Todo blanco y bañado por un sol de primavera que hace de La Vera -lugar donde ha sido fotografiado dicho árbol-, una comarca aún más linda. Cierro los ojos y viajo allá hasta respirar los vientos que me llegan de la sierra de Gredos, esas monumentales montañas que se ven desde cualquier punto de mi pueblo. Y de repente lo añoro.
Curiosamente me encuentro en una montaña parecida -aunque a miles de kilómetros de distancia de nuestra meseta central-: verde, fresca, soleada, silvestre, llena de vegetación y donde las mariposas vuelan libres llenando de colores las ramas de los arbustos donde se posan. A mis pies hay una garganta, casi como las de mi comarca, aunque ésta lleva menos agua y le son casi ausentes las ollas que se convierten en piscinas naturales durante el estío. Pero me sirve igualmente para refrescarme y para no olvidar de dónde vengo.
En esta montaña del sur del departamento de Cundinamarca, en Colombia, donde me hallo ahoritica, hoy y durante tres días, representantes de movimientos agrarios y campesinos estudian, analizan y discuten de lo que dependen como clase: la tierra. El motivo es una asamblea de la Junta Nacional de Fensuagro (Federación Nacional Sindical Unitaria Agropecuaria de Colombia), que reúne a 80 organizaciones de todo el país y que trabaja por una Reforma Agraria Integral y Democrática y por la defensa del territorio, entendiendo éste como el lugar donde se cultivan alimentos pero también la construcción social, política, económica y cultural que hay alrededor de ello.

Hoy más que nunca, éste es un asunto de interés nacional. Y es que la tierra ha sido la causa del conflicto armado y social que golpea al pueblo colombiano desde hace más de cinco décadas y, por eso, la lucha por el territorio en Colombia no es un tema del pasado. Las violaciones de derechos humanos que hoy día recibe el campo (tanto las personas que lo habitan como los muchos recursos naturales que lo nutren), y las poblaciones ancestrales que por ley tienen protegidos sus territorios colectivos, provocan que la unión de sectores para esta pelea sea aún necesaria.
El panorama de posacuerdo entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC-EP genera también una serie de incertidumbres entre las personas que desde sus veredas (zona rurales) y municipios ven borroso lo que se está analizando en La Habana en materia de políticas de Desarrollo Agrario Integral. Además de que, aun en tiempos de paz, el aumento paramilitar es evidente y las presiones no cesan: amenazas, persecuciones y asesinatos a quienes defienden desde las bases que las tierras no sean vendidas a la maquinaria extractivista, a empresas de monocultivos ni a ganadería extensiva, o que el territorio no sea militarizado, entre otros asuntos -y con todas las consecuencias crueles que esto provoca-. Con el reciente anuncio de negociación de paz con el Ejército Nacional de Liberación (ELN) las sensaciones son las mismas aunque se espera que todos estos esfuerzos por las partes consigan la presión internacional que se merece para que acabe la violencia.
La paz debe ser territorial o no será parece un lema clave en este encuentro de Fensuagro. Y entre tanto debate sobre qué es el territorio y la territorialidad campesina, voy y vengo a mi Extremadura rural y me planteo si la lucha en nuestro campo ha sido y es tan comprometida como la que se siente desde esta montaña colombiana -salvando, por supuesto, la distancia de los contextos que nos diferencian-. Viajo en el tiempo hasta el 25 de marzo de 1936 cuando el campesinado extremeño ocupó pacíficamente 3.000 fincas abandonadas para reivindicar un reparto de tierras ante una burguesía avariciosa y una Reforma Agraria poco efectiva, demostrando en un acto tan revolucionario que la lucha colectiva y “desde abajo” consigue transformaciones sociales y políticas, aunque las consecuencias fueron la muerte y el exilio para quienes participaron de esa ocupación. Y, por ello, me siento orgullosa de la historia de mi pueblo y de su ruralidad.
Como ése pasado nuestro, el presente de Colombia duele y huele a sangre seca, a no verdad, a impunidad, a no reparación del sufrimiento de las víctimas que lo han perdido todo menos la dignidad en un conflicto perpetuado e impregnado en toda las estructuras del Estado. Aunque también transpira resistencia, poder popular, esperanza, unidad.
Poder constituyente
Diego Martínez, asesor jurídico de las FARC-EP en los Diálogos de Paz de La Habana, que ha trabajado asiduamente en el acuerdo de las víctimas, acompaña hoy la escuelita del primer día de este encuentro para aclarar en qué consiste y cuáles son sus lecturas. Asegura que los acuerdos son minuciosamente consensuados entre las partes y que no hay ni una coma que no se discuta, reflejando así lo complejo del proceso pero también la importancia histórica que tiene su firma final que, en realidad, “no finaliza nada, sólo abre un proceso para que ojalá acabe el conflicto”, según comenta Sergio De Zubiría, profesor de la Universidad de Los Andes que también comparte hoy sus apuntes sobre los Acuerdos de Paz en Colombia.
En el tiempo de preguntas se perciben las preocupaciones de la gente. Hay quienes tienen a familiares presos por participar en protestas sociales como líderes campesinos; o son perseguidos por los paramilitares que acampan a sus anchas las zonas rurales; o ven cómo la maquinaria extractivista les devora sus campos y les secan sus ríos y gargantas (como ésa en la que hoy me refresco de las altas temperaturas de esta zona de Cundinamarca). Y es que “la derecha ha oprimido tanto y tan salvajemente este país que es normal y legítimo la lucha del pueblo popular colombiano”, se comenta en este encuentro de Fensuagro.

Quizás por ello, las lógicas y resistencias del campesinado en Extremadura y en Colombia son dispares, muy distintas y lejanas. Y eso que en nuestra región (y en el Estado Español en general) el modelo capitalista ha hecho del campo un sistema de producción más (véase los monocultivos de tomate, los extensos olivares, los surcos de tabaco y pimiento, las extensiones de cereales o los valles repletos de cerezos que en esta época enflorecen el paisaje, como el de la foto que me llega por mensaje), se ejecutan políticas agrarias que sólo benefician a los terratenientes aunque no produzcan nada, incrementando la concentración especulativa de la tierra, o se firman Tratados de Libre Comercio en secreto como el famoso TTIP sin que la ciudadanía pueda hacer mucho.
Pero en Colombia, que el capitalismo también acampa a sus anchas, destaca un sector poblacional que no quiere formar parte de este sistema que somete, aniquila, separa y mata “desde arriba” la vida campesina y rural, el buen vivir y el vivir bien que tanto conocen las culturas tradicionales afro e indígenas de estas latitudes. Todavía resiste el concepto de colectividad y comunitarismo, aunque el Estado y sus leyes no descansan en separar y enfrentar a pueblos hermanos con el objetivo de hacer creer que el conflicto es entre ellos.
Y tal vez por eso, por ese sentido del otro y la otra, de la comunidad y del territorio colectivo, la lucha por el respeto de los derechos humanos en Colombia es mucho más fuerte que en otras partes y se siente por todos los rincones. Y es que aquí la resistencia, organizada y coordinada desde lo municipal, regional y nacional, la hacen las mujeres, los jóvenes, las diversidades de género, el campesinado, las comunidades afrodescendientes e indígenas, los sectores urbanos, etc. Si bien es cierto que desde nuestra región también hay movilización ciudadana, popular y sindical ante lo injusto del sistema, todavía falta fuerza unitaria y poder constituyente como en esta Latinoamérica que aguanta.
Una Corte de mujeres
Mujeres y hombres, luchando en equidad, así se construye la paz con justicia social cantan las mujeres fensuagristas en un acto místico que concluye el primer día de formación. Entre lágrimas, ellas reflejan el sufrimiento de la guerra y enumeran compromisos para seguir trabajando y apostando por el territorio, la soberanía y la vida de un país en paz con justicia social.

Un ejemplo de ello es la propuesta de Ruby Castaño de crear una Corte de Mujeres con el propósito “de denunciar al Estado colombiano como único responsable de la muerte de nuestros hijos, del desposo de nuestras tierras, del acabose de nuestros hogares, de quitarnos nuestros derechos para hacer parte de procesos organizativos, de la desaparición de muchos colombianos, del exilio pero, sobre todo, de la carga que acarreamos las mujeres a nuestros hombros por todo esto”. Castaño forma parte de la Junta Nacional de Fensuagro y trabaja con víctimas del desplazamiento forzado y del despojo de la tierra en Colombia, debido a lo cual ha recibido numerosas amenazas, la última un día antes de este encuentro por parte del grupo paramilitar Águilas Negras.
Y en este justo momento el vello se me eriza al escuchar tan ejemplarizantes testimonios de sujetos políticos que caminan contra el imperialismo, contra el sistema, contra el capital. Y viajo de nuevo hasta mi región, hasta mi pueblo, porque allá, las azadas y los zachos[1] del pasado -también trágico e impune como bien saben nuestros abuelos y abuelas-, han dado forma e identidad a la ruralidad de mi territorio a modo, cómo no, de resistencia campesina extremeña; ésa que debemos tener en cuenta hoy para comprometernos con el horizonte de mañana.

[1] Instrumento de hierro pequeño y manejable, en forma de azadón, que sirve para sachar, es decir, quitar las malas hierbas de un terreno sembrado. En el sur de la provincia de Salamanca también se conoce como “sacho”.